Los estudios han categorizados cuatro emociones fundamentales en los seres humanos y que le permiten experimentar internamente eventos externos que afectan su integridad. Estas emociones son la alegría, la ira, el miedo y la tristeza. Cada una de ellas a su vez, desencadenan otras que, aunque están unidas al mecanismo natural de la biología humana, en ocasiones son una patología en verdad. Por ejemplo, de la tristeza ante la pérdida de un ser querido, surge el llanto como una expresión externa de ese dolor; pero también puede originarse un estado de depresión con consecuencias inesperadas.
La cultura colombiana se encuentra por décadas experimentado circunstancias de injusticia como el robo sistemático de los bienes públicos, causando un deterioro del patrimonio como nación por manos de unos pocos que después no son juzgados con la severidad que exige la ley, las decisiones arbitrarias con relación al gasto público, los abusos indiscriminados de autoridad frente al ejercicio legítimo de las protestas, la falta de oportunidad generadas en el país para su desarrollo, la sistemática expresión de actos de violencia en contra de líderes sociales, la falta de recursos para atender las necesidades de los más pobres y desprotegidos del territorio que no cuentan con agua potable, educación, vías para comercializar sus productos y servicios de salud, etc. Todas estas condiciones propias de esta amada Colombia, han despertado un sentimiento colectivo y legítimo de indignación, hecho que proviene de esa ira interna y biológica al hacernos cada vez más conscientes del escenario que se experimenta.
En una situación más doméstica, los estados emocionales surgen cuando en las relaciones interpersonales una palabra, el gesto de una mirada, una desatención y hasta circunstancias insignificantes, desencadenan una emoción que sin el manejo adecuado rompe el equilibrio interno de una persona. Así de esta forma, una palabra, un pensamiento, una emoción y circunstancia producida en un determinado contexto, libera en nosotros una emoción que, a su vez, genera un estado emocional y con él, le asignamos un significado de vida como seres racionales que somos al momento histórico de nuestra experiencia humana. Ante esta evidente situación ¿qué podemos hacer? Despertar. Adquirir ese estado de conciencia no solo de lo que experimentamos desde el cuerpo, sino fundamentalmente de lo que necesitamos en el espíritu. Por un lado, la conciencia despierta, vigila con atención las acciones y las valora en un sentido universal y no de beneficio propio, en ella se hallan las semillas siempre de algo mejor y de su potencialidad emergen los puntos mágicos de una cultura que se libera con la fuerza colectiva. Por otro lado, desde el espíritu cuando entra en comunión con el estado del reino de los cielos, tal como lo explica Jesús a Nicodemo, (Jn. 3, 1ss) se originan verdaderos actos de compasión, misericordia y justicia no en el sentido de la carne, sino como expresión del hombre nuevo. Por siglos la luz de la razón se ha posesionado como arbitro de las acciones y objetivos humanos; sin embargo, ha sido insuficiente, es hora de recurrir a la conciencia como galante de la vida humana, es tiempo de acudir al espíritu como fuente inagotable de certeza y guía.
En conclusión, el desánimo y desgaste de la cultura ante la constante amenaza de la corrupción sistemática y la negligencia subconsciente que carcome la sociedad y que ha provocado indignación, desesperanza y desconfianza histórica, debe ser reparada con un despertar de la conciencia que comienza por aceptar que la lógica de la razón es incipiente, que podemos recurrir a un estado de vigilia y serenidad (Mt. 25, 1-13) – que encienda el fuego del espíritu desde donde el hombre ya en el pasado ha hecho también grandes conquistas distintas a las protagonizadas por la mente. Jesús de Nazareth, insistía en sus tiempos que “los hombres tienen ojos y no ven” (Mr. 8,18) hecho que sin lugar a dudas continúa siendo cierto en los ámbitos en donde la simple creencias de una confesión de fe, política y filosófica parecen insuficientes, pues no generan una transformación real, sino que se debaten en la lógica de una mente atrapada en su propio juego de justificación sin progreso.